El Sueño Cachaco

13/8/15


Juan David Herrera (Columnista Invitado). "Me disculpo de entrada si llego a ser impertinente en el uso de ciertos términos. Para los fines de este artículo se utilizarán las palabras “cachaco”, “pueblerino”, “citadino” y “pueblo” en sentido netamente coloquial". 

Hace años me encontraba con mi amigo Álvaro Vásquez en las playas de Salgar, haciendo remembranza de los tiempos en que vivimos en la capital, la nevera, la fría, cachacolandia… Bogotá. En el momento de esa charla ambos éramos ya dos jóvenes con las almas invadidas de la vejez prematura que le entra a quienes van a pisar los 30 años; pero éramos al tiempo dos seres criados en provincia, o en municipios pequeños de la costa atlántica: dos pueblerinos costeños. Y aunque ya en ese tiempo habíamos pasado las fronteras territoriales que dividen a las metrópolis de las zonas rurales, y no sólo habíamos experimentado lo que significaba vivir en la capital, sino que contábamos ambos con viajes internacionales compartidos, la constante mental de nuestro imaginario de infancia permanecía allí, como una curiosidad natal que no se olvida, pero que saciada hasta cierta medida, con la edad sirve de punto de partida para la comparación y el desencanto. Y fue allí cuando llegamos a la conclusión de que mientras que a los cachacos los invade el sueño americano, a los costeños nos circunda el sueño cachaco.

Todos conocen del sueño americano. Ese término usado para definir el anhelado ingreso al país gringo de las maravillas, lleno de luces multicolor, enormes limusinas, modernas autopistas, gigantescos rascacielos, seres de ojos azules, cabellos rubios y peinados perfectos, cuerpos embutidos de masas musculares, féminas convertidas en conejitas, cohetes que viajan a la luna, simios gigantes escalando edificios, superhéroes y villanos, en fin… lo maravilloso del mundo artificial americano, estadounidense, ya que, como dijera Eduardo Galeano, con el tiempo los latinos perdimos hasta el derecho de llamarnos americanos.

Propaganda de ese mundo artificial nos llegaba principalmente por revistas y películas, hasta que culpablemente formamos en nuestras conciencias sobre ellos la imagen de una civilización superior que paría la más alta tecnología con sus inteligencias desbordadas, cuyo pilar principal era la libertad, la Casa Blanca y esa estatua americana – pero de origen francés - levantando su brazo en símbolo de que allí yacía el mundo libre, el país de las oportunidades, un mundo ejemplar. Así que sobre la base de ese encanto y estilo de vida se hicieron reposar los sueños de nuestros citadinos, hasta el punto de copiar muchas de esas instituciones foráneas, las cuales se impusieron no sólo al nivel íntimo de las personas y sus anhelos de crecimiento y superación – porque ante los gringos no éramos nada –, sino que además se implantaron, en virtud del centralismo cachaco, en las políticas públicas, y en la visión de nación y país que debía ser Colombia.

Los pueblerinos, mientras tanto, crecimos viendo cómo los cachacos transformaban su mundo. La referencia más inmediata de un mundo moderno la encontrábamos en los citadinos, principalmente en los cachacos de Bogotá. La información nos llegaba con la prensa y la televisión. Sabíamos que se trataba de otra especie, la que tenía los edificios altísimos y las grandes avenidas, donde vivían los presidentes, los famosos y la gente más importante, la ciudad donde se hacían las telenovelas y programas de concursos, donde la gente vestía distinto, con esos trajes finos y hermosos abrigos, donde todo el mundo era blanquito y de cabellos “aconductados”, con su forma de hablar educado - porque el cachaco vocaliza bien, es decir, habla bien - y sus modales propios de otra cultura, más avanzada y anti-montuna, gente fina que no sudaba porque en la capital hace frío, gente de caché.

Bajo esa referencia los pueblerinos costeños creamos y nos creímos el mito del ser cachaco  como un personaje superior, con una mejor educación y mayor inteligencia. “Los cachacos son inteligentes”, era el decir. Al tiempo que creamos una consciencia no tan abstracta de la diferencia entre el pueblo y la ciudad, donde ciudades como Barranquilla, Cartagena y Santa Marta, nuestras ciudades, no nos servían de referente extrapolar de lo que era un ambiente citadino, sino que recurríamos a la imagen de la metrópolis cachaca para señalar la distinción con nuestro ambiente. Las ciudades costeñas las sentíamos más cercanas, llenas de gente no tan distinta a uno, gente con el carnaval, el baile, las actitudes costeñas, lenguaje similar. Sabíamos que eran ciudades, pero no las concebíamos como tales, sino como pueblos grandes; al fin y al cabo no eran tan modernas como la capital, eran calientes y sus gentes provenían de pueblos como los nuestros.

Una vieja historia, que aún no sé si se trata de un chiste o de una anécdota, ha sido contada en mi pueblo, aunque estoy seguro que en muchos pueblos más, y sirve de ejemplo para ilustrar el fenómeno del referente pueblerino y el ingreso a un mundo diferente. La historia le pasó a pechi, pongámosle ese apodo a nuestro personaje. Pechi nació y creció en Manaure, pueblo de La Guajira, en el que todas las casas eran de una sola planta y el único edificio que el pechi conocía era en el que funcionaba la Alcaldía Municipal, el cual contaba con cuatro pisos. Cierto día el pechi recibió un regalo: un viaje a Bogotá. Al llegar a la capital, puesto en medio de la selva de concreto, el pechi miraba con inmenso asombro los altos edificios, y después de un lapso de desconcierto pudo expresar: “¡Nojoda…! ¡Aquí si hay alcaldías!”.

Pero no sólo era la visión estética y arquitectónica lo que nos servía de referente para alimentar el mito citadino. Esa ilusión también se sustentaba con la realidad estructural del poder político nacional: el centralismo. Las decisiones más importantes se tomaban en Bogotá. Incluso no hace muchas décadas era desde la capital donde se definían los alcaldes y gobernadores para todo el país. En cachacolandia vivían los poderosos que definían el destino de nuestro país, y la palabra de un ministro tenía el peso para doblegar cualquier postura política regional y pueblerina. “Ahí no hay nada qué decir, la decisión vino de Bogotá” era la sentencia con la que se mataba cualquier discusión, y la secuela mental creaba un endiosamiento hacia esa superestructura cachaca que nos hacía aceptar las cosas así no conociéramos su fundamento, como cuando alguien nos echa un paquito pero lo antecede con la frase “está científicamente comprobado que…”. Creamos ese mito cachaco y con él nuestro complejo de inferioridad mental pueblerino. En mi experiencia como abogado puedo recordar el sinsabor generado cuando, por accidente de chismoso, en más de un juzgado le escuché decir a cualquier secretario, incluso un juez, cosas como “¡ojo con los términos! Mira que el que lleva ese proceso es un abogado cachaco y esos sí son estrictos”.

Así desarrollamos nuestros imaginarios. De forma inconsciente fuimos creando los conceptos mentales de superioridad e inferioridad frente al ser cachaco, y en lo material referenciamos los conceptos de pueblo como sinónimo de atraso, y de ciudad como adelanto. Así que si queríamos salir del atraso y crecer como personas acudíamos a los elementos citadinos, y rechazábamos los pueblerinos para que no nos frenaran. Y en ese devenir hemos sacrificado muchas cosas esenciales. Las marcas de lo que se concibe como senderos del desarrollo en muchas oportunidades nos han obligado a experimentar desde lo nuestro y desde nosotros mismos para poder avanzar hacia un desarrollo que no conocemos, y en ese querer avanzar sin darnos cuenta comenzamos a entregarlo todo, tanto que como resultado tenemos que los elementos citadinos han venido devorando los del pueblo sin piedad.

Nuestra música, por ejemplo, ha sufrido las transformaciones de esa “citadinización” por la cual lo que es propio de los pueblos se transforma y muta hacia formas citadinas. El vallenato, para mencionar un género musical, cuyos desarrolladores eran juglares y que en sus cantos hacían mención de las historias de las veredas, corregimientos y cascos municipales, que le cantaban a los paisajes limpios de las serranías, valles y desiertos, las aguas de los ríos, la belleza de la mujer, las costumbres de la región, y obviamente al amor, el despecho, la traición y toda una sábana de sentimientos y circunstancias, sufrió una transformación espontánea, simultánea con la generación de los nuevos imaginarios: los elementos citadinos han venido devorándolo, y ahora los escenarios de las canciones y videos nos muestran espacios cerrados, llenos de luces, edificios, discotecas y cuartos de hotel, con mujeres y hombres de cuerpos de gimnasios y visibles cirugías estéticas, y conforme a la artificialidad de la ciudad, las canciones se promueven desde lo monotemático puro (el amor, el despecho, la traición…) a lo meramente banal y vulgar (sexo sin premeditación y sentido, rumba loca, alabanzas al cuerpo que se enseña…), y la justificación de sonidos electrónicos para la modernización del vallenato – ¡luces, chispas, bombas! -. Y aunque hasta el momento las causas del hecho se le atribuyen a las demandas del mercado y al fenómeno de la internacionalización, lo cual conlleva un cambio de imagen y adaptación de los productos, lo cierto es que este es uno sólo de los factores de consecuencia por los que se ha transformado la música. El mismo ejemplo podría ilustrarse con la champeta, y tal vez de forma más clara por cuanto en este caso la trasformación ha sido incluso nominal, y ahora se habla de champeta urbana, clara referencia de lo que en nuestro imaginario se tiene como evolución, lo que equivale a dejar atrás los elementos pueblerinos y avanzar hacia los urbanos y citadinos.

Hoy en día la realidad no es tan distinta, aunque en un mundo globalizado las referencias espaciales y los puntos de comparación son mucho más diversos; además de que se ha despertado conciencia de las diferencias y se ha sacado ventaja de ellas. A nivel nacional el ser costeño se muestra sin términos inferiores en muchos elementos; por ejemplo, la mujer costeña, es más consciente de que las características con que se reconoce su belleza física, su voluptuosidad, son las más apetecibles, demandadas e imitadas – ya que con el boom de las cirugías los cuerpos se amoldan a los prototipos de belleza como una moda, aunque igual que la moda no deja de ser efímera -; los ritmos y elementos culturales costeños se han internacionalizado más que los andinos y, obviamente, la capital no ha sido ajena a la captación de los mismos; las ciudades costeñas tienen la capacidad de atraer de igual forma o quizás con mayor atractivo los destinos de viajeros, y más cuando en ellas se ha venido desarrollando el campo empresarial y el turismo; empero, no se puede negar que la visión de ciudad como un norte de desarrollo y del pueblo como lugar de atraso se mantiene como una constante de nuestros complejos culturales, y que en particular ante la ciudad andina nos sentimos inferiores en desarrollo y que seguimos cultivando el mito cachaco desde nuestros pueblos y desde nuestro ser costeño.

Con algunas variaciones, entonces, el mito cachaco sigue vivo y más aún el mito de la ciudad de los cachacos. La capital ofrece oportunidades de estudio y de trabajos importantes, alberga las mejores universidades del país, aún sigue siendo el centro del poder político nacional, posee grandes escenarios deportivos, artísticos y culturales, cuenta con enormes parques, además de sus variables arquitectónicas y la multiplicidad de sitios para visitar. Es un espacio diferente, y eso llama la atención, atrae.

Muchas diferencias siguen vivas e impulsan a las personas a aventurarse a experimentar el sueño citadino, un deseo que muchas veces se orienta por esa fiebre de vivir otro mundo. Y si se trata de salir del pueblo, ese casco rancio en el que no hay nada que hacer, en el que las oportunidades son pocas, la idea se convierte en impulso, y es así que muchas gentes de nuestros pueblos deciden ir a la ciudad, a la capital, para sentirse urbanos, conocer las enormes avenidas, los centros comerciales y discotecas, subir en ascensores y en esos sistemas de transporte masivo,  llenar las venas con esa mezcla de concreto y luces que ofrece la ciudad, vivir la ciudad, vivir en la ciudad, experimentar y cumplir el sueño cachaco. Sin embargo, es asimilable que muchas de las razones de migración de pueblerinos a la metrópolis se deba al fenómeno del desplazamiento forzado que sufre Colombia, o a la carencia de oportunidades laborales de nuestros pueblos y que la capital puede suplir en cierta forma, o a la falta de cobertura universitaria o calidad educativa que por lo general resulta inexistente en los cascos municipales, en fin… razones o motivos que no hacen parte del deseo marcado por un sueño, pero que de un modo u otro hacen virar la dirección de nuestros nortes al centro del país, siempre como una opción, como una tabla de salvación y oportunidad y, sin poder negarlo, por esa visión de Bogotá como el centro de desarrollo y avance del país.

Una de esas diferencias que parecieran triviales y que impulsan a muchos pueblerinos con fiebre juvenil a migrar a la capital es la facilidad con que una persona puede desarrollar su personalidad con un margen casi nulo de barreras sociales. En los pueblos por lo general se maneja un grado alto de uniformidad cultural, por lo que no es fácil ser diferente sin escapar a ciertas barreras coercitivas: la burla, la presión social, la demanda de uniformidad, el chisme, el matoneo… En los pueblos de la costa una persona que decide ser radicalmente distinta a las demás o alejarse de la uniformidad cultural mínimamente se gana un apodo. Bogotá, en cambio, es una ciudad más abierta a las diferencias, en donde se pueden encontrar en el mismo espacio personalidades, identidades y culturas diversas. Esto no indica que no existan limitaciones de tipo social, lo cual depende más o menos del círculo social al que se quiera pertenecer, o que no existan confrontaciones y rasgos de discriminación; claro que existen, pero, a diferencia del pueblo, es una ciudad en la que cualquiera puede ser cualquiera o lo que quiera, con mayor libertad que en el pueblo, y eso es importante para el crecimiento personal.

Sin embargo, la atención que se debe brindar sobre este aspecto radica en lo que puede ser un riesgo de desencanto: cualquiera es cualquiera, que es casi como decir que se es uno más en el montón o no se es nadie. Porque Bogotá, quiérase o no, es una ciudad en la que la indiferencia y el “nomeimportismo” abundan, lo cual puede ser tomado como una causa social de la falta de pertenencia con la ciudad. Entonces, lo que puede ser un atractivo para muchos jóvenes pueblerinos que desean mayor libertad de ser, se puede transformar en una ausencia de reconocimiento de su ser, y conducir al inevitable desencanto de lo citadino, ya que, en este sentido existe una marcada diferencia con el pueblo, en tanto que en este puede no ser tan fácil ser como se quiera ser, pero sea como sea, se es y se es para todos y se reconoce por todos. El reconocimiento del otro es una característica del ambiente social pueblerino; no hay un fulano de tal, sino el hijo de la doña Berta, o el sobrino de Manuelito, o el niño Mario que anda usando esos peinados raros… Y ese reconocimiento crea un sentido de pertenencia local y de grupo, pertenencia al pueblo. Tal vez sea ese el sentido de la frase del juglar Alejo Durán: “Uno es de donde lo quieren”.

El tema del reconocimiento es muy complejo, para nada trivial, al cual debe dársele mucha importancia. El ser humano es un ser social por naturaleza que requiere del reconocimiento del otro para desarrollar la sociabilidad. Aislado deja de ser humano. En Bogotá no es extraño que una persona pase cinco años viviendo en un lugar sin conocer a sus vecinos – pero sí sabe a qué hora apaga las luces -. Precisamente, y sin ánimo de hacer propaganda política, el reconocimiento del otro y la sociabilidad son unos de los fundamentos de las políticas públicas que se están desarrollando en la ciudad de Bogotá en la coyuntura actual, y cuyo lema de gobierno hace referencia a la necesidad de una “Bogotá Humana”. El propio alcalde de Bogotá, Gustavo Petro (personaje costeño, valga la pena mencionar,  en una entrevista televisiva reciente se refirió a Bogotá como una “ciudad inhumana”, con lo cual sustentaba la necesidad de desarrollar las políticas públicas que persiguen el reconocimiento del otro y la creación y recuperación de espacios públicos en los que la gente se pueda mezclar con fines de sociabilidad, para el contacto humano. Entonces no es un tema superfluo, sino un problema de orden social, reconocido institucionalmente y que se espera pueda superarse para hacer de la Capital una ciudad menos basta y más amable.

Bogotá puede ser vista como la ciudad de la búsqueda de identidades. Lo primero que se debe entender es que hace tiempos dejó de ser la ciudad de los cachacos para convertirse en la ciudad de todos, por lo que hablar de una identidad bogotana es casi que imposible. En la capital se han establecido todo tipo de colonias, de todos los rincones del país, incluso es común ver que las personas que nacen y se crían en Bogotá poseen ascendencia de distinta región por ambas líneas, materna y paterna, o por una de ellas, siendo este un elemento que dispersa un poco el sentido de pertenencia y de raíces.

Es allí donde radica la fragilidad de ciertas sociedades, en la confusión que crea su carencia de identidad y de pertenencia, lo que las convierte en vulnerables frente a las culturas que se imponen. Bogotá ha tenido una actitud permeable no sólo ante las culturas de otras regiones del país sino ante las extranjeras, lo que es bueno en el sentido de que crea espacios para todos, pero que no deja de crear confusión porque normalmente van acompañadas de características propias de la aculturación, y es aquí donde se hace evidente la filiación del cachaco con el sueño americano. He visto por ejemplo, que en la celebración de las pascuas algunos centros comerciales, principalmente del norte de la ciudad, adornan sus espacios con motivos alusivos a las pascuas, pero al estilo norteamericano. Entonces sobresalen los conejos de pascua pequeños y gigantes con letreros en inglés - lo cual ya es una muestra de extranjerismo -, y uno se siente como si estuviera en otro país, como una negación del lugar al que se pertenece, fuera de entender que pudiera tratarse de estrategias comerciales para llamar al público extranjero o que simplemente se trata de una pequeña porción de los cachacos que viven en el norte, de los que uno puede injuriar diciendo que “se las tiran de gringos” o que no le dan el valor a lo que es propio; para mi sorpresa en mi sitio de trabajo un compañero me regaló un huevito de pascuas de chocolate con una leyenda en inglés: “Happy Easter everyone! Remember the reason for the season and make yourself & the world a better place”, que aún no sé qué significa, pero fue base para el asombro de encontrar esa práctica esparcida por toda la ciudad en distintas formas de aculturación y de extranjerismo. Aunque en realidad se trata de un fenómeno que tiende a generalizarse, y que también comienza a extenderse a las ciudades costeñas, pero en la capital permea con una facilidad a ratos absurda, a ratos ridícula. También en Bogotá he celebrado varios cumpleaños propios y de amigos, y a la hora de cantar lo que debe ser elcumpleaños feliz, he preferido limitarme a sonreír y tocar las palmas, mientras con pena ajena escucho a los demás cantar las versiones criollas del happy birthday: “japi derdei”, “hapi verdi”, “hapi berbi”, “api verde”... incluso llegué a escuchar el colmo del “api beibi”, y el único consuelo que me repone es que por lo menos todos terminan en “tu yu”.

Si se pudiera hablar de una identidad bogotana, se tendría que definir como identidad diversa, o como multi-identidad, al fin y al cabo ese es un elemento propio de una ciudad cosmopolita. Referirse al cachaco con equivalencia al rolo es hablar de una especie en extinción. Rolos son escasos. Su forma de hablar, los modales, esa excesiva diplomacia, la forma propia de vestir, todo ha ido desapareciendo tal vez porque sus espacios fueron ocupados por otras tribus. Siendo así, es difícil pensar que se pueda hablar un lenguaje común. La metrópoli puede ser una Torre de Babel a la hora de intercambiar lenguajes; pero desde esas diferencias se puede construir sentidos cívicos comunes, y es un proceso en el cual la ciudad se encuentra dando sus pasos.

Entonces esas referencias que desde niños nos formamos acerca de los cachacos puede que en su mayoría ya no estén, o que queden pocas; y que en todo caso las que quedan hayan sufrido hibridaciones en cierto grado por la apertura a las diferentes culturas que ingresan y se posan en Bogotá, las cuales también se transforman para adaptarse a las condiciones diversas y cosmopolitas de la capital. Las diferencias que parecían tan triviales, pero que servían para distinguir un tipo de trato como perteneciente a la ciudad han ido desapareciendo o variando; por ejemplo, cada vez es más común que los jóvenes en su trato se tuteen y abandonen el usted, o que lo hagan con sus padres y familiares - “El cachaco se trata de usted” ya no es una norma estricta de convivencia -, aunque se conservan ciertas formalidades, distancias en el trato y la reserva personal propia del ser frío - algo que resulta paradójico si se viaja en Transmilenio, donde es imposible guardar distancia y evitar vulnerar el campo íntimo de las personas, donde uno ingresa para “dar y recibir cariño” -.

La mistificación y mitificación propias del sueño cachaco a veces nos lleva a comparaciones inoficiosas, intangibles en el sentido de que no es posible hallarlas tal como las concebimos, y que pueden ser contraproducentes a nuestros intereses culturales, costumbres e identidades. Tal vez sea necesario deshacernos del mito citadino y de paso desmitificar a la ciudad. Tal vez los cachacos deberían abandonar el sueño americano, y los pueblerinos el sueño cachaco. Tal vez lo más pertinente sea reconocernos a partir de algunos elementos pueblerinos como tesis para la construcción de una nueva sociedad, sobre todo ahora que se atraviesa por una coyuntura de diálogo y reconciliación social, y se habla del fin de la violencia. Aprender a reconocernos sería el primer paso para alcanzar a respetarnos, pero el reconocimiento del otro no significa simplemente no meterse con el otro y dejarlo vivir y desarrollarse como quiera; significa además tener presente al otro.

Se suele apreciar a las personas citadinas como hombres y mujeres de mundo, de una cultura universal, y a los pueblerinos como retrasados estancados en culturas parroquiales y anacrónicas. De igual manera, sobrevive el hecho casi inconsciente de que se asocie los escenarios de los pueblos (callecitas, plazas, terrazas, patios…) con el atraso y los escenarios citadinos (avenidas, discotecas, complejos, clubes…) con el desarrollo. Nadie quiere vivir atrasado, y será imposible encontrar que un citadino prefiera, en vez de una piscina, construir un patio o solar para sembrar palos de mango o almendra donde colgar una hamaca y criar gallinas. Son apreciaciones y asociaciones que realizamos todo el tiempo y que, aunque parezcan triviales, nos conducen a preferir una cosa sobre otra, o ser de un modo y no de otro. Empero, con los elementos que hemos referenciado, si nos detenemos a analizar que en el trasfondo de todo lo que existe es una mistificación y mitificación del ser citadino, que el sueño cachaco, después de cumplirse, puede resultar en desencanto, y que las condiciones de la ciudad podrían en algunos casos no ser tan benévolos para nuestras formaciones culturales, identidades y costumbres, podríamos aterrizar y crear consciencia en que lo universal no se contrapone a lo local y pueblerino, que se puede cultivar una cultura universal a partir de nuestras identidades, que no es necesario “citadinizar”nuestros pueblos para imitar un desarrollo ficticio, que se pueden aprovechar las ventajas que tienen nuestros pueblos en materia de identidad y reconocimiento del otro para la formación de una cultura ciudadana.

El encanto llamado Bogotá es vivido por muchos pueblerinos de forma onírica y prematura, con imágenes emocionales en sus mentes, llenas de escenarios deseados, de ilusiones etéreas y sentido fabuloso. Y como cada lugar tiene su encanto, pero también su desencanto, una vez se ha llegado a este, cobra vigencia la idea del retorno, ya sea en forma de remembranza o de melancolía. Es ahí cuando los sentidos se agudizan en la dirección del retorno,  justo cuando, sin saber por qué, nos sorprendemos tarareando una melodía que conjure nuestra ausencia en el lugar que nos pertenece y al que pertenecemos, a veces sin poder regresar… “Nació mi poesía como las madrugadas en mi pueblo ardiente, puras, y majestuosas; mis versos, alegres y libres como el viento, cual astro fugaz del firmamento en la noche hermosa…

0 comentarios ¡Deja tu comentario aquí!:

 
Villanueva mía © 2011 | Designed by RumahDijual, in collaboration with Online Casino, Uncharted 3 and MW3 Forum